miércoles, 23 de julio de 2008

Rayuela

Rayuela (1963), capítulo 19. En la múltiple e indisciplinada novela de Julio Cortázar: el mate del emigrado en París, o la meditación profunda en la búsqueda del centro.

— Yo creo que te comprendo —dijo la Maga, acariciándole el pelo—. Vos buscás algo que no sabés lo que es. Yo también y tampoco sé lo que es. Pero son dos cosas diferentes. Eso que hablaban la otra noche… Sí, vos sos más bien un Mondrian y yo un Vieira da Silva.

— Ah —dijo Oliveira—. Así que yo soy un Mondrian.

— Sí, Horacio.

— Querés decir un espíritu lleno de vigor.

— Yo digo un Mondrian.

— ¿Y no se te ha ocurrido sospechar que detrás de ese Mondrian puede empezar una realidad Vieira da Silva?

— Oh, sí —dijo la Maga—. Pero vos hasta ahora no te has salido de la realidad Mondrian. Tenés miedo, querés estar seguro. No sé de qué… Sos como un médico, no como un poeta.

— Dejemos de poetas —dijo Oliveira—. Y no lo hagás quedar mal a Mondrian con la comparación.

— Mondrian es una maravilla, pero sin aire. Yo me ahogo un poco ahí adentro. Y cuando vos empezás a decir que habría que encontrar la unidad, yo entonces, veo cosas muy hermosas pero muertas, flores disecadas y cosas así.

— Vamos a ver, Lucía: ¿Vos sabés bien lo que es la unidad?

— Yo me llamo Lucía pero vos no tenés que llamarme así —dijo la Maga. La unidad, claro que sé lo que es. Vos querés decir que todo se junte en tu vida para que puedas verlo al mismo tiempo. ¿Es así, no?

— Más o menos —concedió Oliveira—. Es increíble lo que te cuesta captar las nociones abstractas. Unidad, pluralidad… ¿No sos capaz de sentirlo sin necesidad de ejemplos? No, no sos capaz. En fin, vamos a ver: tu vida, ¿es una unidad para vos?

— No, no creo. Son pedazos, cosas que me fueron pasando.

— Pero vos a tu vez pasabas por esas cosas como un hilo por esas piedras verdes. Y ya que hablamos de piedras, ¿de dónde sale ese collar?

— Me lo dio Ossip —dijo la Maga—. Era de su madre, la Odessa.

Oliveira cebó despacito el mate. La Maga fue hasta la cama baja que les había prestado Ronald para que pudieran tener en la pieza a Rocamadour. Con la cama y Rocamadour y la cólera de los vecinos ya no quedaba casi espacio para vivir, pero cualquiera convencía a la Maga de que Rocamadour se curaría mejor en el hospital de niños. Había sido necesario acompañarla al campo el mismo día del telegrama de madame Irène, envolver a Rocamadour en trapos y mantas, instalar de cualquier manera una cama, cargar la salamandra, aguantarse los berridos de Rocamadour cuando llegaba la hora del supositorio o el biberón donde nada podía disimular el sabor de los medicamentos. Oliveira cebó otro mate, mirando de reojo la cubierta de un Deutsche Grammophon Gessellschaft que le había pasado Ronald y que vaya a saber cuándo podría escuchar sin que Rocamadour aullara y se retorciera. Lo horrorizaba la torpeza de la Maga para fajar y desfajar a Rocamadour, sus cantos insoportables para distraerlo, el olor que cada tanto venía de la cama de Rocamadour, los algodones, los berridos, la estúpida seguridad que parecía tener la Maga de que no era nada, que lo que hacía por su hijo era lo que había que hacer y que Rocamadour se curaría en dos o tres días. Todo tan insuficiente, tan de más o menos. ¿Por qué estaba él ahí? Un mes atrás cada uno tenía todavía su pieza, después habían decidido vivir juntos. La Maga había dicho que en esa forma ahorrarían bastante dinero, comprarían un solo diario, no sobrarían pedazos de pan, ella plancharía la ropa de Horacio, y la calefacción, la electricidad… Oliveira había estado a un paso de admirar ese brusco ataque de sentido común. Aceptó al final porque el viejo Trouille andaba en dificultades y le debía casi treinta mil francos, en ese momento le daba lo mismo vivir con la Maga o solo, andaba caviloso y la mala costumbre de rumiar largo cada cosa se le hacía cuesta arriba pero inevitable. Llegó a creer que la continua presencia de la Maga lo rescataría de divagaciones excesivas, pero naturalmente no sospechaba lo que iba a ocurrir con Rocamadour. Aun así conseguía aislarse por momentos, hasta que los chillidos de Rocamadour lo devolvían saludablemente al malhumor. "Voy a acabar como los personajes de Walter Pater", pensaba Oliveira. "Un soliloquio tras otro, vicio puro. Mario el epicúreo, vicio púreo. Lo único que me va salvando es el olor a pis de este chico".

— Siempre me sospeché que acabarías acostándote con Ossip —dijo Oliveira.

— Rocamadour tiene fiebre —dijo la Maga.

Oliveira cebó otro mate. Había que cuidar la yerba, en París costaba quinientos francos el kilo en las farmacias y era un yerba perfectamente asquerosa que la droguería de la estación Saint— Lazare vendía con la vistosa calificación de "maté Sauvage, cueilli par les indiens", diurética, antibiótica y emoliente. Por suerte el abogado rosarino —que de paso era su hermano— le había fletado cinco kilos de Cruz de Malta, pero ya iba quedando poca. "Mi único diálogo verdadero es con este jarrito verde." Estudiaba el comportamiento extraordinario del mate, la respiración de la yerba fragantemente levantada por el agua y que con la succión baja hasta posarse sobre sí misma, perdido todo brillo y todo perfume a menos que un chorrito de agua la estimule de nuevo, pulmón argentino de repuesto para solitarios y tristes. Hacía rato que a Oliveira le importaban las cosas sin importancia, y la ventaja de meditar con la atención fija en el jarrito verde estaba en que a su pérfida inteligencia no se le ocurriría nunca adosarle al jarrito verde nociones tales como las que nefariamente provocan las montañas, la luna, el horizonte, una chica púber, un pájaro o un caballo. "También este matecito podría indicarme un centro", pensaba Oliveira (y la idea de que la Maga y Ossip andaban juntos se adelgazaba y perdía consistencia, por un momento el jarrito verde era más fuerte proponía un pequeño volcán petulante, su cráter espumoso y un humito copetón en el aire bastante frío de la pieza a pesar de la estufa que habría que cargar a eso de las nueve). "Y ese centro que no sé lo que es, ¿no vale como expresión topográfica de una unidad? Ando por una enorme pieza con piso de baldosas y una de esas baldosas es el punto exacto en que debería pararme para que todo se ordenara en su justa perspectiva." "El punto exacto", enfatizó Oliveira, ya medio tomándose el pelo para estar más seguro de que no se iba en puras palabras. "Un cuadro anamórfico en el que hay que buscar el ángulo justo (y lo importante de este ejemplo es que el hángulo es terriblemente hagudo, hay que tener la nariz casi hadosada a la tela para que de golpe el montón de rayas sin sentido se convierta en el retrato de Francisco I o en la batalla de Sinigaglia, algo hincalificablemente hasombroso)." Pero esa unidad, la suma de los actos que define una vida, parecía negarse a toda manifestación antes de que la vida misma se acabar como un mate lavado, es decir que sólo los demás, los biógrafos, verían la unidad, y eso realmente no tenía la menor importancia para Oliveira. El problema estaba en aprehender su unidad sin ser un héroe, sin ser un santo, sin ser un criminal, sin ser un campeón de box, sin ser un prohombre, sin ser un pastor. Aprehender la unidad en plena pluralidad, que la unidad fuera como el vórtice de un torbellino y no la sedimentación del matecito lavado y frío.

— Le voy a dar un cuarto de aspirina —dijo la Maga.

— Si conseguís que la trague sos más grande que Ambrosio Paré —dijo Oliveira—. Vení a tomar un mate, está recién cebado.
La cuestión de la unidad lo preocupaba por lo fácil que le parecía caer en las peores trampas. En sus tiempos de estudiante, por la calle Viamonte y por el año treinta, había comprobado con (primero) sorpresa y (después) ironía que montones de tipos se instalaban confortablemente en una supuesta unidad de la persona que no pasaba de una unidad lingüística y un prematuro esclerosamiento del carácter. Esas gentes se montaban un sistema de principios jamás refrendados entrañablemente, y que no eran más que una cesión a la palabra, a la noción verbal de fuerzas, repulsas y atracciones avasalladoramente desalojadas y sustituidas por el correlato verbal. Y así el deber, lo moral, lo inmoral y lo amoral, la justicia, la caridad, lo europeo y lo americano, el día y la noche, las esposas, las novias y las amigas, el ejército y la banca, la bandera y el oro yanqui o moscovita, el arte abstracto y la batalla de Caseros pasaban a ser como dientes o pelos, algo aceptado y fatalmente incorporado, algo que no se vive ni se analiza porque es así y nos integra, completa y robustece. La violación del hombre por la palabra, la soberbia venganza del verbo contra su padre, llenaba de amarga desconfianza toda meditación de Oliveira, forzando a valerse del propio enemigo para abrirse paso hasta un punto en que quizá pudiera licenciarlo y seguir — ¿cómo y con qué medios, en qué noche blanca o en qué tenebroso día?— hasta una reconciliación total consigo mismo y con la realidad que habitaba. Sin palabras llegar a la palabra (qué lejos, qué improbable), sin conciencia razonante aprehender una unidad profunda, algo que fuera por fin como un sentido de eso que ahora era nada más que estar ahí tomando mate y mirando el culito al aire de Rocamadour y dos dedos de la Maga yendo y viniendo con algodones, oyendo los berridos de Rocamadour a quien no le gustaba en absoluto que le anduvieran en el traste.


[Julio Cortázar. Rayuela. Alfaguara, Buenos Aires, 2004].

lunes, 4 de junio de 2007

Cacho de recuerdo

¿Quién es Carlos de la Púa? La verdad es que muchos de nosotros no tendríamos ni idea de quién pudiera ser Carlos de la Púa, de no ser por ciertas lecturas atentas y detallistas. Una primera referencia nos ha llegado a muchos por intermedio de Jauretche, cuyos pensamientos tenemos en gran estima. En un pasaje de El medio pelo en la sociedad argentina, donde se indaga acerca de las transformaciones en la Argentina del crecimiento agroexportador, de la inmigración, del crecimiento urbano, a principios del siglo pasado, el autor nos va mostrando la forma en que la ciudad central se constituye como un intrincado mosaico cultural. Un "intrincado proceso de multiplicaciones, divisiones, sumas y restas" entre elementos culturales diversos que incluyen el pasado tradicional de las profundidades indígenas y los elementos novedosos de procedencia ultramarina.

Allí, donde el conventillo y el barrio vienen a funcionar como dispositivos de integración —formadores del crisol de razas— y a pesar de las duras condiciones a las que son expuestas las mayorías; allí, nos dice Jauretche, apareció algo nuevo, hijo de la mezcla (como todo hijo, ¿no?), original, vital, único, de una potencia extraordinaria, que encarnó en una identidad. Quizá, la identidad más noble de Buenos Aires. Algunos artistas, algunos pensadores creativos, tuvieron la sensibilidad de captar y expresar esa identidad bajo las formas necesarias. Fray Mocho, Vacarezza, Discepolo, Manzi, Cátulo Castillo, Marechal, Contursi, Celedonio Flores, Cadícamo son algunos de los grandes poetas que nuestra escasa cultura y conocimientos nos permiten mencionar. Y entre ellos, dice Jauretche, "¡Carlos de la Púa es una carta más en este baraje de pintas y figuras!".

Pero claro, de la Púa no es un poeta de las vanguardias de su tiempo. No encaja en los moldes del modernismo ni del cosmopolitismo, y por eso nunca contó con el interés de Sur ni de la cultura oficial en general; ni tampoco fue un exponente de las altas tradiciones de la aristocracia vacuna. Tal vez por eso Lugones jamás hubiera pensado siquiera en incluirlo como parte de su "linaje de Hércules", genealogía que extendió hasta los orígenes de la civilización helénica, que pasó por los trovadores latinos, el amor cortez, la lengua provenzal, las corporaciones obreras medioevales, la épica y todas las formas occidentales del ideal estético, y en cuya culminación puso al gaucho domesticado, el Martín Fierro de La vuelta.

Es que de la Púa fue, en todo caso, el pintor, el retratista fiel del "cuadro bravo de la ciudad" [Puente Alsina] que intranquiliza a la oligarquía de principios del siglo XX. Su prosapia asciende, más bien por el lado de Eduardo Gutierrez y su gaucho malo, Juan Moreira, que se hace matar por los milicos antes de bajar la cabeza. Tampoco es él un poeta del compromiso político desde las alturas. No es un panfletario. Nunca escribió Odas a la Revolución de Octubre (de 1917, entendámonos).

No hace falta explicar lo que suele ocurrir con las figuras de la cultura que no entran en estos cánones. Pero podemos decirlo: se vuelven malditos. Es difícil no haber sentido nombrar a Silvina Ocampo, a Borges, a Bioy Casares. Y está muy bien. Hasta conviene leerlos y pensarlos, como se ha intentado hacer en este mismo espacio. Ahora bien, de no ser por la lectura atenta de Jauretche, poco podríamos decir sobre de la Púa.

Una pequeña indagación permitió hallar algunas referencias más. Horacio Salas, por ejemplo, en su libro El Tango, dice:

"Año 1928. Carlos Muñoz y Pérez, el Malevo Muñoz, o más sencillamente Carlos de la Púa como él mismo prefirió rebautizarse en la tapa del libro, publicó La crencha engrasada, la obra mayor que produjo el lunfardo; en sus páginas, lo dialectal es tan sólo un escollo deliberado que puso el mismo escritor en el camino poético. Carlos de la Púa demostró en esas páginas que los límites de un género o un vocabulario se pueden superar sobre la base de ramalazos de talento, y al Malevo Muñoz le sobraba el talento hasta para inventar las palabras que calzaran en la forma perfecta de sus versos y que fueran tan justas que pasaran del texto al habla coloquial. La crencha engrasada no fue solamente una travesura lingüística o la transcripción rimada de una jerga esotérica: fue una visión de la ética, de la ideología más profunda y de la metafísica de los estratos marginales de Buenos Aires".

de la Púa es uno de los grandes poetas de Buenos Aires, de los barrios, del pueblo. De un Buenos Aires que ya no es el actual, pero que tal vez se le parezca bastante en algunos sentidos. En sus versos, el anclaje territorial de la cultura es un punto fundamental. En el barrio necesariamente han de desarrollarse sus substratos. Se trata de la ubicación espaciotemporal, no del refinamiento elitista, ni de la cultura en un mero sentido antropológico, sino de la cultura como instrumento de realización auténtica del pueblo, de la patria. En esta línea la obra de de la Púa tienen un profundo sentido porque se trata de un poeta maldito que la cultura "colonial" dejó de lado. Rescata lo más profundo de la identidad popular de Buenos Aires, lo más autentico, para elevarlo a su máxima potencia: la identidad de un pueblo como conciencia de su carácter único e irrepetible.

Reproducir algunos de sus versos es un acto de justicia. Consiste en rescatar del ostracismo y del olvido a un maldecido por la cultura colonial. El nombre de este autor nos permite afirmar, ya desde la forma, desde el nomos, como nominación y ley, una orientación. La que compartimos con un poeta que se define a partir de la Fidelidad en su identidad porteña y nacional:

"Ciudad,
te digo la frase guaranga del caló
para hacerte más mía, para hacerte más íntima…
Para que no perciban su porteño sabor
los que llevan la mugre del espíritu gringo".

Ciertamente, esto no va a gustar a quienes tengan pretensiones de élite y de alta cultura. No entenderán que la mugre del espíritu gringo no refiere al entusiasmo de los propios gringos por lo auténticamente nacional. Esa mugre, en todo caso, reside en la mentalidad de quien pretende una cultura artificial, sólo para ilustrados universitarios e intelectuales exitosos y de mundo. Algo "progre", la demagogia nacional y popular, pero que no tenga olor a barrio, a orilla ni a pueblo. Y menos a movimiento. Unas palabras del propio de la Púa, son elocuentes a este respecto, y parecen referir a él mismo y su obra como indicación:

"Cuando la avalancha químicamente rea parecía definitivamente derrotada por la idiotez cosmopolita de la urbe y la falta absoluta de cultura orillera, nos llega, entre las flores rantifusas de un libro de versos, el refuerzo necesario que la mersa precisaba y cuyas lejanas resonancias el corazón nos advertía" ["De Los poemas bajos"].

No debe extrañar, entonces, que en los versos de nuestro poeta aparezca también el mate. Así, entre el lunfardo de Cacho de recuerdo, la evocación de la compañera gaucha trae a colación la presencia, en el ambiente debute, de la gente ranera, de las violas, la caña, el faso. Y por supuesto, el mate…

"Suelo a veces curda, cuando estoy de farra,
deschavar cantando mi vida runflera
y entonces, en silencio, escucha la barra
una historia triste de mi compañera.

"Compañera buena que engrupí pendejo,
mujercita gaucha que nunca fayó,
la que tenía en los ojos un dejo
de esta tristeza que hoy tengo yo.

"Era mi cotorro bulín que reunía,
como en una cufa, la gente ranera.
El mate, la caña y el faso corría
mientras la encordada entraba en carrera.

"¡Tenidas de viola, tenidas materas
que aún las recuerdan los tauras bichocos,
siempre rechiflados por las milongueras
de hoy, que ni saben sonarse los mocos!

"¡Qué dieran las grelas que tanto hacen roncha
por tener la pinta de Pepa la Vasca,
o aquellas agayas de la parda Poncha
que murió en gayola, rasca que te rasca!

"¡Ambiente debute, que sólo el recuerdo
me trae consuelo cuando estoy de farra!
¡Tenidas queridas, que del lado izquierdo
me clavás adentro, muy hondo, la garra!

"Hoy todo se ha ido. Las grelas son grilas.
Los púas, froilanes que yiran de atrapa.
La merza, chitrulos, mangueros de gilas.
¡Los guapos de pogru la copan de yapa!

"Ya todo ha finichio… Con la cocaína,
con las milongueras, con los mascafrecho.
¡Cómo no extrañarte mi ambiente, mi mina!
¡Hoy estoy garpando todo el mal que he hecho!"

[La crencha engrasada. Corregidor, Buenos Aires, 1996. Págs. 25-26].

miércoles, 2 de mayo de 2007

Unas imágenes I

Agregamos unas graciosas imágenes de mates que nos dio Pez.

miércoles, 14 de marzo de 2007

Decir el mate, decir el poeta, decir la patria

Otro poema. Esta vez, Antonio Esteban Agüero. Pero antes, unas notas.

Agüero es una figura extraña. En él se dio una cierta ambigüedad. Se ha dicho varias veces que su verso creció desde el lenguaje simple. Usó siempre el verbo popular para realizar el máximo potencial estético, para ser expresión elevada de la trayectoria, contexto y circunstancias de su tierra. Sin embargo, extrañamente, le ocurrió a él como a varios grandes intelectuales, poetas, pensadores, artistas argentinos del siglo XX: a pesar de su profundo compromiso con el elemento nacional y popular, por uno u otro motivo, en el momento clave que marcó el ascenso de las mayorías hasta entonces sometidas, excluidas, silenciadas, en el momento del regreso de las clases populares al centro de la escena histórica como protagonistas y hacedoras de su propio destino; ese momento lo halló lejos. Lejos, no sólo del movimiento político en que el pueblo se integró —al que se opuso pagando con una fugaz prisión—, sino también lejos del pueblo.

Es que Agüero no era un político, a pesar de haber ocupado algunos cargos políticos, ni mucho menos un demagogo. Fue ante todo y fundamentalmente, un poeta. Quizá por eso, más allá de ciertos circunstanciales reconocimientos —otorgados especialmente post mortem, tras una muerte solitaria, en el desamparo material—, permanece entre las sombras de la cultura argentina, en gran medida negado por los aparatos ideológicos dominantes. Y es que la sensibilidad extraordinaria de Agüero para aprehender, interpretar y expresar el elemento nacional y popular, desde su visión de hombre criollo de su tierra, puntano, argentino, americano, se encuentra precisamente en las antípodas del sentido con que aquellos aparatos pretenden modelar nuestra cultura.

Veamos, entonces, como el gran poeta de la Villa de Merlo, dice el mate. Haya, quizás, otros poemas más logrados que podremos transcribir. Pero es importante ver cómo, al decir Agüero cosa tan pequeña como el mate, con su color local, con su referencia puntana, con sus añoranzas, con sus nombres propios, dice su pequeño país proyectándose.

"Porque sábado es hoy y la mañana
como una fruta desde el tala cae,
y soy joven y sano, y me navegan
tradiciones y música la sangre,
quiero ser otra vez entre vosotros
para decir y celebrar el Mate:

"De Guarania nos vino con la Yerba
que resume fragancias tropicales,
y ese barro de Amércia que un día vio
que llegaban sigilosas naves,
con cadenas, y perros, y arcabuces,
y duras voces vulnerando el aire;
Verde Yerba de América, divina
como todas las cosas naturales;
Santa Yerba de América sembrada
por quien hizo los ríos y las aves,
ya tendió la llanura hacia naciente,
y hacia poniente levantó los Andes,
y la Coca sembró para los Quichuas,
y el Algarrobo para pan del Huarpe.

"Yo era niño —recuerdo— y la primera
memoria verde se remonta al Mate,
en mi casa de Merlo, donde el día
comenzaba a girar cuando mi Madre
sorprendía el hervor de la tetera
entre volutas de vapor quemante;
Y era luego la lenta ceremonia,
vieja suma de gestos y ademanes,
aquel ir y venir de la cuchara,
la visión del azúcar, el fragante
esplendor de la Yerba, la bombilla
con doradas virolas y espirales,
y el porongo de plata que tenía
curva de seno adolescente y grácil,
y cobraba, de pronto, en la penumbra
nítida luz de religioso cáliz;
Ubre dulce me fue, mi vino verde,
mi pan primero, mi nodriza amante.

"Yo recuerdo sus íntimos sabores,
y también sus diversas variedades:
Dulce Mate del alba que se bebe
morosamente al emprender un viaje,
en la puerta de casa mientras miro
entre neblinas despertar el valle;
Y aquel Mate primero del retorno
por la sombra con grillos de la tarde,
que nos vuelve liviana la fatiga
sobre los hombros como un ala de ave;
Y ese Mate que beben los Troperos
cuando regresan de Salinas Grandes;
Y aquel Mate nocturno que me diera
una muchacha cuya boca suave
daba un beso primero a la bombilla
como manera de poder besarme;
Y aquel Mate gustado en la cocina,
escuchando al anciano Magallanes,
dibujar sobre el humo las historias
del Niño Ladino y de Urdemales;
Y aquel Mate que sabe a beramota;
Y aquel que a mastuerzo y mejorana sabe;
Y el que guarda memoria del husillo;
Y el que una gota de aguardiente trae;
Y ese Mate gustado en la penumbra
que conforman higueras y nogales,
mientras crece la siesta, y la cigarra
el masculino corazón me tañe;
Y aquel Mate de bodas, con su gusto
a rama nueva, a porvenir, a encaje;
Y ese Mate bebido en Carolina;
Y el que bebí en la Sierra El Gigante;
Y el que un día me dieron en Trapiche;
Y el que supe gustar en Rumi-Huasi;
Y aquel fúnebre Mate que bebimos
en el velatorio de Adelaida Chávez,
lamentando su muerte y admirando
su juventud de porcelana frágil…

"Pueblo somos por Él; desde centurias
su costumbre nos forma, como sabe
modelar un cacharro el alfarero
con la destreza de su mano suave;
Él nos dio, generoso, las virtudes
que entrelazan raíces esenciales
en el nudo del ser, y nos perfilan
un idéntico rostro innumerable;
Porque en Él se juntaba la Familia,
como el agua diversa sobre el cauce,
y al juntarse quebraba el egoísmo,
el monólogo torpe, las cobardes
galerías del odio, y frutecía
sobre mazorcas de granar afable;
Y nos fue profesor de democracia,
a pesar de los hierros coloniales,
porque supo igualar en la bombilla
la sed del Hijo con la sed del Padre,
el dolor de la criada y la señora,
la artura del rico con el hambre
milenaria del pobre, de tal modo,
que supimos medir en lo que vale
la celeste razón que nos convierte
en ciudadanos civilmente iguales.

"Y por qué no decir las Cebadoras,
que vestidas de sedas o percales,
o calzadas de tímida alpargata,
o con zapatos de charol brillante,
bajo el sol y la luna de la Vida
supieron darme los mejores mates;
viejas eran algunas, con el rostro
a corteza del molle semejante,
lindas eran algunas, otras feas,
desgarvadas, coquetas, elegantes,
con el cabello retinto como el ala
voladora de tordos y zorzales,
o teñido por el leve plenilunio,
o lo mismo que sombra de trigales,
pero en todas igual se prodigaba
la gracia criolla como miel amable.

"Sólo nombres conservo, como guarda
de las flores su olor el caminante:
Doña Mercho Cornejo, Lola López,
Francisca Cuello, Pancha Orozco,
Adelina Yanzón, Rosario Báez,
Clara Chirino, Petronila Gómez,
Minerva Leyes —prima de mi padre—
Doíía Delia Baigorria, Doña Isaura,
Sara Bedoya, Encarnación Morales,
y una anónima joven de Punilla,
y por la siempre recordada Carmen.

"¿Por dónde andarán ahora que las digo,
y las vuelvo una esencia para el arte?
¿Cuál cocina gobiernan? ¿Qué alacena
acomodan y limpian? ¿Qué zaguanes
las contemplan barrer por la mañana
con las escobas de pichana? ¿Cuáles
los arcones que ordenan en domingo?
¿Qué chirigua las oye entre los sauces?
¿Dónde sueñan, o lloran? ¿Dónde ríen?
¿Bajo cuál piedra con su nombre yacen?

"De repente me callo porque siento
una voz que me nombra, y acercarse,
sobre un tímido andar y una mirada,
cálido, y dulce, y nacional, el Mate…",


Digo el mate

[Un hombre dice su pequeño país. Francisco A. Colombo, Buenos Aires, 1972. Págs. 47-52].